sábado, 18 de septiembre de 2010

La Aparición del Hombre

Aparición del hombre
L
a prehistoria, como queda dicho, se inicia en el momento en que se tiene por cierta la presencia del hombre en la Tie¬rra. Este momento, sin embargo, resulta difícil de precisar a una distancia de centenares de miles de años. Como todos los animales, el hombre es el resultado de un proceso evo¬lutivo. Pertenece a la gran familia de los mamíferos, apare¬cidos a fines de la era secundaria y desarrollados enorme¬mente en la terciaria. En esta última fueron evolucionando sus caracteres humanos los antropoides que entonces pobla¬ban la zona, rica en selvas, llamada franja paleoecuatorial. Ésta, a causa de la migración de los polos y, por lo mismo, del ecuador, englobaba Europa centromeridional, el sur de Asia, el Próximo Oriente, Irán y el subcontinente indio. Hoy parece ya seguro, como lo demuestran los numerosos hallazgos de restos antropoides, que, en cualquier caso, pue¬den considerarse los lejanos antepasados del hombre, que el área afectada por un precoz proceso de hominización se extien¬de entre Asia, Europa y algunas zonas del continente afri¬cano, en las cuales las condiciones ambientales acaso eran las más favorables.

Los driopitecos europeos, el oreopiteco italiano y el sivapiteco indio representan, junto con la familia de los australopitécidos de Africa, los más antiguos antropoides en los que, en distintas épocas del terciario (el mioceno y, especialmente, el plioceno), surgieron los primeros caracteres humanos. Éstos afectaron, en primer lugar, la dentadura y luego otras par¬tes del cuerpo. La pelvis, sobre todo en los australopitéci-dos, presenta un aspecto que permite suponer que estos seres andaban ya con el tronco erecto y, por tanto, que se soste¬nían sobre dos pies.
Se discute, y probablemente aún se discutirá por mucho tiem¬po, acerca del momento en que apareció el hombre. En qué instante preciso de la evolución de los primates se puede, de manera razonable, pensar que el ser originado por dicha evo¬lución sea un hombre, pese a su forma física distinta a la actual en tantos aspectos y a sus muchos caracteres pitecoides (es decir, parecidos al mono, en griegopíthékos). El criterio más aceptado para determinar ese momento, que señala el ini¬cio de la historia de la humanidad, es el basado en algunas pruebas que testimoniarían el evolucionado grado de inte¬ligencia de estos seres primitivos: el uso intencionado del fue¬go y el trabajo, siquiera elemental, de la piedra para obte¬ner de ella los primeros instrumentos y utensilios. Tales testimonios se han encontrado, sin embargo, sólo raras veces junto a los restos fósiles de quienes pudieron ser los prime¬ros hombres; cabe pensar que hayan sido destruidos y afec¬tados por diversos movimientos telúricos. Hasta hace poco tiempo, las teorías más aceptadas sobre la hominización establecían que el momento en que apareció un ser con características humanas debía situarse en el pleistoceno, en una época cuyo comienzo se señalaba entre uno y dos millones de años de antigüedad. Esta opinión, certe¬ra para determinados tipos arcaicos, hoy resulta inaceptable según algunos especialistas. De ciertos descubrimientos recien¬tes parece desprenderse que el hombre apareció sobre la super¬ficie terrestre hace mucho más tiempo; acaso sería anterior en otro millón de años.
Antes de adentrarnos en el análisis de los últimos hallazgos, consideramos oportuno examinar los restos más antiguos, tenidos hoy por todos los especialistas como indudablemente humanos y llamados protoántropos (primeros hombres). En esta clase se han agrupado algunos individuos que, si bien relacionados entre sí por algunas características físicas, no pueden incluirse en una familia única, al menos en el sen¬tido actual del término. Los restos han sido hallados en diver¬sas épocas y en localidades muy alejadas unas de otras: en Europa central, cerca de Mauer (Heidelberg), se sacó a la luz una mandíbula, y parte de un cráneo se descubrió en Vér-tesszollós (Hungría); en Extremo Oriente se encontraron los restos del pitecántropo de Java y del sinántropo de Chu-Ku-Tien, cerca de Pekín; y a Argelia corresponden los del atlán-tropo de Ternifine. Se trata de restos muy incompletos, a menudo de simples fragmentos de esqueleto, en especial man¬díbulas. Tal es el caso del hombre de Mauer y del atlántro-po, distanciados entre sí por centenares de miles de años, y corresponden a individuos que vivieron en tres continentes. Así, pues, resulta muy difícil reconstruir, mediante estos res¬tos, una sola línea evolutiva que, en diversas etapas, llegue hasta el hombre actual.
La humanidad de los protoántropos ya no se pone en duda, aunque no siempre se hayan encontrado instrumentos de pie¬dra labrada junto a los huesos. Sólo al adán tropo y al sinán¬tropo se les puede atribuir con seguridad, basándonos en los hallazgos, la capacidad de trabajar la piedra. Cuando, en 1891, el médico holandés Eugéne Dubois anunció el descubrimiento del Pitbecanthropus erectus, claramente relacionado con el hom¬bre-mono y eslabón entre los dos primates, se despertaron numerosas dudas y polémicas en torno a la humanidad de aquel ser tan rudimentario. A los primeros restos, una bóveda cra¬neana y un fémur, se añadieron a continuación otros perte¬necientes a diversos individuos. En la mayor parte de los casos se trata de bóvedas y cráneos incompletos, maxilares y man¬díbulas. Estos fragmentos presentan notables diferencias y no pueden considerarse homogéneos, porque si bien todos pro¬ceden de la parte oriental de Java, los más recientes estudios los atribuyen a épocas muy distintas.
Si pensamos en el camino recorrido por la paleontología hu¬mana a menos de un siglo del descubrimiento de Dubois, merced al hallazgo de numerosos restos de otros hombres antiquísimos, deberemos reconocer que es mucho lo reali¬zado, pero que, por desgracia, nuestros conocimientos sobre la materia son aún incompletos. Así, todavía es objeto de controversia el problema relativo a las diversas razas huma¬nas actuales: si provienen por evolución de un único tron¬co originario, y por tanto de un único proceso de homini-zación (monogenismo), o bien de varios troncos y a través de procesos de hominización diversificados en los lugares y en el tiempo (poligenismo). Tras las enconadas polémicas de las primeras décadas del siglo XX, actualmente los científi¬cos se inclinan por la hipótesis monogenista, pero no faltan quienes apoyan el poligenismo, para explicar más fácilmente las diversidades morfológicas de los tipos humanos. En cualquier caso, faltan demasiados eslabones para una reconstrucción segura de la aparición y subsiguiente evo¬lución de la humanidad más antigua. Así, por ejemplo, en Europa y África del Norte, donde abundan yacimientos que nos dan testimonio de la habilidad alcanzada en el trabajo de la piedra, los restos humanos son muy escasos. Entre los hallazgos más significativos, debemos consignar la mandíbula hallada en 1907 en Mauer, en las arenas del río Nec-kar, cerca de Heidelberg (de donde procede el nombre de Homo heidelbergensis asignado a este fósil, que puede con¬siderarse del pleistoceno inferior). Por desgracia, faltaba todo rastro de industria lítica. En cambio, las tres mandíbulas simi¬lares a la citada procedentes de Ternifine (Argelia, 1954-1955), que han sido reconocidas como de atlántropos, sí estaban acompañadas por varios instrumentos de piedra de tipología achelense.
Otros restos humanos muy antiguos se encontraron, en can¬tidades modestas, en Chu-Ku-Tien, cerca de Pekín, a par¬tir de 1927. Han servido para establecer el grupo humano del sinántropo, y consisten en cráneos, mandíbulas y hue¬sos largos pertenecientes a unos treinta individuos que pre¬sentan una acusada semejanza con el pitecántropo de Java.
De estos importantísimos restos humanos poseemos sólo los vaciados, pues durante la segunda guerra mundial el tren que los transportaba en cajas nunca llegó a su destino. El sinán¬tropo empleaba intencionadamente el fuego (se han halla¬do depósitos de cenizas de más de siete metros de espesor) y trabajaba la piedra de manera muy hábil. El descubrimiento de cráneos que parecen presentar huellas de golpes inferi¬dos a propósito, permitiría pensar en prácticas rituales caní¬bales, consistentes en la ingestión del cerebro del difunto. Esta costumbre sabemos con seguridad que la tuvo también, más adelante, el hombre de Neandertal. Entre los más antiguos restos humanos, merece una men¬ción especial el hallazgo de Olduvai, en Tanzania. En 1959, los esposos Leakey encontraron, en los yacimientos más anti¬guos del desfiladero de Olduvai, los restos de un hombre de aspecto físico muy primitivo, al que se dio el nombre de zinjántropo (de Zinja, el nombre más antiguo de la región), junto con huesos de animales salvajes y numerosos instru¬mentos labrados del tipo más arcaico, llamado de la pebble culture (cultura del canto rodado). El estrato donde se efec¬tuó el hallazgo se remontaría, según algunos especialistas americanos, a 1.800.000 años, mientras que otros científi¬cos alemanes lo consideran alrededor de 500.000 años más moderno.
Los estudios que siguieron al fácil —y comprensible— entu¬siasmo de los descubridores han puesto en duda la «huma¬nidad» del zinjántropo. La misma forma del cráneo, provisto aún de una cresta sagital, invita a la cautela a la hora de cla¬sificar este ser entre los homínidos. Se añadiría una prueba decisiva sólo si resultaran atribuibles al zinjántropo los ins¬trumentos líticos encontrados con él. Pero esta certeza no existe.
Las sorpresas que reserva el desfiladero de Olduvai conti¬nuaron con el descubrimiento, después de 1960, en el mis¬mo nivel geológico del zinjántropo de un ser dotado, tam¬bién, de características humanoides. A este homínido, si así puede considerársele, se le dio el nombre de Homo habilis. Por ahora resultan difícilmente clasificables, en la línea del proceso evolutivo humano, algunos restos de seres de dimen¬siones gigantescas, como el gigantopiteco de Kwangsi-Chuang (China), que debía de alcanzar los cuatro metros de altura, y el megántropo de Java.
Hasta el momento, son muy pocos en Europa los yacimientos de instrumentos líticos pertenecientes a la pebble culture que contengan los llamados choppers y chopping tools, nombres atribuidos a cantos sólo parcialmente labrados, que repre¬sentan, ciertamente, la forma más antigua de la industria humana. Estos restos son muy abundantes, en cambio, en ciertas regiones de África y Asia.
La cultura o industria llamada en otro tiempo chelense, de Chelles (Francia), y ahora abbevilliense, de Abbeville, a ori¬llas del Somme (también en Francia), dio como instrumento característico el amigdaloide. Se trata de una manufactura en forma de almendra (en griego amygdále), trabajada por ambas caras mediante un percutor. La materia prima utili¬zada es un canto rodado, por lo general de sílex, desbasta¬do paulatinamente mediante sucesivos retoques, a fin de obte¬ner una forma más o menos regular, con bordes cortantes. Esta forma evolucionó, refinándose y volviéndose más fun¬cional, en las culturas siguientes, la achelense y la micoquiense, nombres derivados de los yacimientos franceses de Saint-Acheul y La Micoque.
Mezcladas con los amigdaloides o aisladas aparecen sim¬ples lascas cuidadosamente retocadas hasta hacerlas cortantes como cuchillas. Estas no se extraían directamente de los cantos, sino del trabajo de lascas desprendidas a propósi¬to de piedras grandes, llamadas núcleos, a menudo golpe¬adas por el método denominado del yunque. Se batía el fragmento que se deseaba romper sobre una piedra pun¬tiaguda, sólidamente fijada en el suelo a la manera, como queda dicho, de un yunque. Las lascas, identificadas por el gran especialista francés Henri Breuil por vez primera en Inglaterra, en Clacton-on-Sea, se agrupan en dos tipos de industria, la clactoniense y la tayaciense (de Les Eyzies-de-Tayac, en Dordoña). Además de los instrumentos cita¬dos, que se utilizaban como armas y se destinaban a una serie indeterminada de usos, en algunos yacimientos se han sacado a la luz otras formas, como las esferas o bolas de pie¬dra de uso desconocido.
En España no se ha encontrado ningún resto humano ante¬rior a la familia de los paleántropos, pero sí abundan los depó¬sitos ricos en instrumentos líricos, sobre todo los de las fases con amigdaloides de tipología achelense, en ocasiones mez¬clados con lascas clactonienses. Los principales yacimientos se han localizado, o en los ríos mesetarios —las terrazas del Manzanares objeto de las publicaciones pioneras, desde media¬dos del siglo XIX, de Casiano del Prado; el yacimiento de Torralba, donde nace el Jalón—, o en la orla litoral, espe¬cialmente en la costa cantábrica.
En este primer período, el más largo de la prehistoria, que duró centenares de miles de años, y acaso más de un millón, la vida de la humanidad resulta difícil de reconstruir en sus detalles. Los numerosos instrumentos de piedra no pueden servirnos de mucho, y son raros los casos de hallazgos afor¬tunados que permiten un mejor conocimiento de las con¬diciones de vida de nuestros lejanos antepasados. Indefen¬sos ante los agentes atmosféricos, siempre en lucha contra las fieras, de las que eran presas fáciles, sólo pudieron sobre¬vivir gracias a la inteligencia, agudizada por un continuo esta¬do de alarma.
En semejantes condiciones, resulta fácil pensar que el hombre de entonces no vivía de forma muy distinta a la de los demás animales superiores.

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